Juan Carlos Arañó
Universidad de Sevilla
La función (irreal) del Arte en un período de Ciber(post) modernidad.


Si entendemos la conciencia y la imaginación como procesos de asociación continua de reestructuración de imágenes y de conceptos seleccionados por la memoria, no es difícil percibir que la hipermedia resulta una representación más adecuada de esa misma conciencia o de esa misma imaginación que los códigos secuenciales restrictivos de las escrituras.

El pensamiento complejo trabaja con un número extremadamente elevado de interacciones e interferencias que se dan entre las unidades del sistema considerado y también con incertidumbres, ambigüedades, imprecisiones, interferencias de factores aleatorios y el papel modelador del azar. La complejidad es un tejido de formaciones que afectan especialmente a la educación. Y en una mayor profundidad a una cierta intención de educación artística.

En este contexto de variación y renovación aparece la Educación Artística tan continua e inmutable como si el arte fuera un (irreal) indicador de conservación y estabilidad ajeno a la evolución social.

El progreso de la ciencia moderna y la creciente racionalización, en su intento de búsqueda incesante de la verdad, han ido orientando nuestra sociedad por un derrotero “técnico y científico” (J. C. Arañó, 1996; 2000). Esta deriva, según Hoyle, ha estado demasiado presta a destruir las creencias religiosas, sin ofrecer otro credo emocionalmente satisfactorio, y ha condicionado la transmutación de valores en beneficio de la acción personal. Así estamos siendo testigos del final de las ideologías y las formas de pensamiento tradicionales e, incluso, de la “mutación cyborg de ese humanismo mestizo”.

La contrapartida ofrecida por la nueva moralidad tecnológica es la autoconfiguración de la personalidad, la duplicación virtual de la realidad: El sujeto y la dualidad han dejado de existir. Puedes ser quien quieras, te puedes redefinir por completo si lo deseas, porque lo único que se conoce de ti es lo que tu quieres mostrar (Turkle, 1998).

Nos encontramos ante una encrucijada en la que los políticos nos ofrecen la idea de que la auténtica capacidad de elección, acción y modificación del futuro está en nosotros. La transmutación de valores nos ofrece fenómenos como la globalización, un producto de la democracia occidental y hasta un sinónimo de excelencia cultural.

El arte en un contexto moderno se caracterizaba por representar las excelencias de la sociedad de la que era producto esencial. En las nuevas formas de arte no solo se cuestiona el protagonismo del artista o del espectador, sino hasta del propio producto. Es decir, frente a la secuencialidad y simpleza del esquema tradicional, el fenómeno artístico se nos presenta mucho más complejo en densificación dimensional adquirida por cada variable y su conjunto contextual y circunstancial (J.C. Arañó, 1996).

Los valores estéticos clásicos han transmutado, como si la sombra de un Duchamp planeara por el ámbito. Es evidente que nos encontramos ante una rearticulación estructural del Arte que participa o, a veces, rechaza, pero sin embargo utiliza e instrumentaliza esta nueva moral (G. Deleuze, 1977).

Las Artes Plásticas y Visuales no son ya esas actividades decisivas en las constituciones de la poética y lírica de la práctica artística que contribuyen al adorno y al orden; han sufrido cambios irreversibles que han afectado radicalmente a su concepto y estructura. Además, otras formas de arte, como estamos viendo, asumen el espacio liberado. Vemos a través de la materia del espacio y del tiempo con nuestras tecnologías de recuperación de la información, el arte no constituye un escape, no vale siquiera como una salida de la incertidumbre y la confusión. Es la reflexión hacia nuestro interior, una búsqueda en la conciencia colectiva que pretende una realidad en construcción.

  Es bastante obvio que muchos han querido identificar a las TIC con el instrumento por excelencia de la globalización, o mejor dicho mundialización y, parafraseando a Taddei, quieren ver en la misma una forma de colonización sofisticadamente instrumental. La cuestión reside desde el punto de vista cultural en descubrir cuál es la cultura metrópoli, que no es una u otra sino un conglomerado histórico de culturas dominantes, y a la vez también resulta el mejor ejemplo de mestizaje cultural. Los regionalismos siempre considerarán negativamente el efecto colonizador, así como el mestizaje, especialmente desde una perspectiva política. Y es posible que la Educación Artística, en este caso, pueda organizarse como una Zona Temporalmente Autónoma de resistencia para combatir la cultura global colonizadora e imperialista (si esto fuera así), porque la influencia de la metrópoli siempre se vería conflictivamente.

La importancia residirá en el procedimiento de colonización como instrumento de la producción de conocimiento, el modo en que dimensionamos la esencia y ecuación entre tiempo y espacio y la generación de otros escenarios. Un sistema universal sin totalidad. La metáfora más sencilla que ilustra lo que pretendo decir es el modo en que los niños aprenden a usar las nuevas máquinas tecnológicas y la destreza comparativa que desarrollan los adultos, a su lado. La cultura puede entenderse como una tensión entre tradición e innovación (J. L. Brea, 2002) y la creatividad es la que alivia esa tensión y nos permite asumir sin traumas el progreso.

De hecho, el fenómeno más característico de los últimos años en el terreno artístico es lo que Hal Foster ha definido como “el retorno a lo real”. En la práctica posmoderna los criterios y los temas destacan sobre el estilo y la escuela. El arte actual olvida su ensimismamiento y vuelve a estar implicado en el mundo, tanto por los temas como por los medios que utiliza. Intenta su conexión con el público mediante técnicas procedentes de otras disciplinas y con asuntos que afectan directamente a la vida actual: el impacto a cualquier precio, mostrar el horror de la muerte, la violencia, el sexo...La dualidad adquiere interés y protagonismo. Lo ordinario se hace visible y, sobre todo, es notorio comprender que nadie acepta dejarse encerrar en categorías.

En la actualidad cultural el conocimiento y presencia de otras realidades lleva al multiculturalismo (Kincheloe y Steinberg, 2000). Aparece un nuevo “activismo social”, basado parcialmente en una nueva comprensión de la individualidad frente al grupo. El arte participa en la construcción de nuevas identidades virtuales, cambiantes en lo social y en los roles que ese nuevo cuerpo desempeña en una sexualidad diversa. Los procedimientos artísticos se despersonalizan y se tecnifican: las videoinstalaciones persisten como referente, se reinterpretan las películas y obras de artistas “clásicos”. La fotografía explota su capacidad de representar la auténtica realidad. Otros “procedimientos” artísticos, surgidos en los setenta como las instalaciones, se manifiestan como aglutinantes de los demás. Y hasta el mundo de la moda se eleva a la categoría de “espectáculo” artístico sofisticado de minorías y es la forma de arte que mejor reúne las características necesarias de ambigüedad y mestizaje, de “estetificación” difusa que a todos nos afecta en la postmodernidad.

Es evidente que la práctica artística se contagia de su mundo global y acepta entregada su instrumentación, aunque ello conlleve un alejamiento consciente o inconsciente de la tradición moderna. Whaley afirma que, tras su desaparición, podremos pensar en las Artes Plásticas como actualmente muchos piensan sobre la música clásica: como una cuestión propia de museos. Pero la palabra museo tiene connotaciones desagradables, no sólo entre artistas sino socialmente, puesto que incluye en su descripción a los objetos con los que el espectador ya no mantiene una relación vital y, por tanto, se encuentran en un proceso de extinción. Los museos son los sepulcros familiares de las obras de arte, “poderosas máquinas de cultura” donde está impuesta la “ley del silencio” y, por supuesto, el imperativo “no tocar”.